jueves, 3 de mayo de 2012

LA MORAÑA DE ÁVILA.




Mi terruño:
Amplios horizontes. Cielos claros y azules. Extensas llanuras donde se mecen al viento las mieses. Meseta apenas mancillada por cerros escuetos; por menos que vallecitos, apenas caños; regatos, más que rios. Algún retazo de encinar, pinos, pocos y algún pequeño bosque de ribera moderno de esbeltos chopos.
Aquí medran la perdiz hostigada a escopetazos, la liebre de ágiles patas. Aires surcados por acosadas y magníficas rapaces:
Águilas perdigueras, ratoneras, culebreras, cernícalos, el pequeño, ligero, rápido y valentísimo aguilucho. Buhos y lechuzas, estas como estelas blancas en la oscuridad tras el roedor. Otras muchas; hasta algún buitre planea acechante la carroña que se le esconde.
Cigüeñas, golondrinas, el voraz y doméstico gorrión como una plaga. Algunos córvidos, grajos, grajillas, tordos, alguna familia de cuervos y, sobre todo, la agresiva y precavida urraca.
Algunas, pocas, abutardas de espectacular y coloridísimo celo. Cuando hay agua en las lagunas y en las charcas del rio, nos visita algún martinete, patos que anidan temerosos y hasta la escasísima, pequeña y bella cigueña negra.
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Los pueblos son grises y apagados.
Edificios austeros de barro y caña, salpicando aquí y allá, otros nuevos, despersonalizados y eclépticos. Apenas se les divisa como rayas irregulares recortando la monotonía y alertados por enhiestas torres de iglesia de olvidado mudéjar.

Pero, eso sí, atmósfera cristalina y paz y silencio, mucho silencio, apenas roto por los ruidos animales y algún escape de tractor. 

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