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Feb
2012
La criminalización de la protesta social: la escalada autoritaria en España
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En este artículo se analiza la relación entre la escalada
autoritaria del gobierno español así como su tendencia a criminalizar la
protesta social y procesos políticos que afectan a toda Europa, ligados
a la actual fase del capitalismo.
No hay política de ajuste que no
implique, simultáneamente, como su contracara necesaria, una política
represiva orientada a la domesticación de la protesta social. Al
ineludible incremento de la conflictividad social ante decisiones
radicalmente desequilibradas en la distribución de privilegios y
perjuicios, el gobierno nacional arremete contra las libertades cívicas,
incluyendo el derecho a manifestación y reunión. Medidas antipopulares
como la reforma laboral, el brutal recorte del gasto social simultáneo
al mantenimiento de los privilegios presupuestarios de la corona, la
iglesia católica y las fuerzas armadas, la acentuación de un sistema
fiscal regresivo, el retroceso en términos de derechos de las mujeres,
la inhabilitación judicial de un juez emblemático como Garzón (por su
investigación de crímenes de lesa humanidad y de una de las tantas
tramas corruptas existentes) o el rescate público a la banca privada,
entre otras medidas, tienen como corolario la instauración de un estado
policial que se sustrae de las leyes de excepcionalidad que
institucionaliza para actuar al margen de todo control democrático, generalizando la suspensión temporal de derechos en nombre de una situación de urgencia.
En efecto, en nombre de esa urgencia, la
derecha gubernamental española -presionada internamente por sus
facciones más ultraconservadoras y a nivel externo por una unión europea
cooptada por el poder financiero global- no tiene más respuesta ante
las diversas demandas sociales que la criminalización de los
participantes en las manifestaciones sociales y la usurpación policial
del espacio público en nombre del orden social. El propio emplazamiento
ideológico sitúa al partido gobernante en el dilema de cargar contra los
manifestantes y atizar la indignación colectiva o de permitir su
movilización y contrariar los deseos de una parte significativa de su
electorado.
La resolución al dilema no ha tardado
demasiado en llegar: la apuesta por judicializar los conflictos sociales
resulta clara. Que para esa tarea la policía se emplee a fondo,
imputando a los manifestantes delitos de desorden público, resistencia y
desobediencia a la autoridad (a pesar de las evidencias en sentido
contrario), no debería hacernos perder de vista algo mucho más grave: no
sólo que el aparato represivo estructurado durante el franquismo nunca
fue desmontado sino que lo que está en curso es una política transversal en Europa,
producto del desplazamiento de una variante social-demócrata más o
menos benevolente del capitalismo a una variante neoliberal mucho más
virulenta.
La adquisición millonaria de materiales
antidisturbios ya hacía prever esta intensificación de las políticas
represivas en España. Que enfrente estén miles de ciudadanos protestando
(desde parados y estudiantes, pasando por políticos de izquierda y
miembros de sindicatos minoritarios hasta trabajadores del sector
público o jubilados) no parece conmover en lo más mínimo al nuevo bloque
gobernante. La escalada autoritaria acaba de empezar.
Bajo la supervisión de unas instituciones políticas europeas
subordinadas a las oligarquías financieras, el partido gobernante tiene vía libre
para proseguir la dirección que ya se figuraba en el anterior gobierno
nacional: destruir los últimos restos del estado de bienestar,
disciplinar a las clases trabajadoras y consolidar el gran capital
financiero y empresarial.
Erigido en mayoría absoluta por una ley electoral antidemocrática que suelda legalmente el bipartidismo como política de estado
y a pesar de ser una primera minoría (recuérdese que el PP apenas
obtuvo el 30 % de los votos del censo electoral), el gobierno actual
sabe que las políticas de ajuste y el rescate de los agentes financieros
no se producirá sin resistencias sociales relevantes. De ahí la
decidida apuesta por criminalizar a los grupos y movimientos sociales
contestatarios que ponen de manifiesto el malestar colectivo. Su
objetivo político no es tanto suprimir de lo público las protestas
sociales (objetivo que no puede sino fracasar estrepitosamente) sino domesticarlas, esto es, regular sus movimientos y encauzar sus apariciones, en suma, procurar controlar un devenir que, de otro modo, podría dar lugar a lo imprevisible, a la puesta en acto del fantasma de la revuelta o de lo que hay de excedente incontrolable en el acontecimiento.
No es sólo un problema de arrogancia
amparada en una mayoría parlamentaria (manifiesta por lo demás en cargas
policiales tan desproporcionadas como torpes en la previsión de sus
efectos negativos); lo que está en marcha es la construcción de un poder
soberano para-estatal que consolide un modelo de acumulación basado en
la concentración de la riqueza y en el disciplinamiento social. Que para
ese fin se produzca una “movilización total” del bloque dominante no
debería extrañar, empezando por el despliegue de una retórica cínica que
recuerda las peores anticipaciones de Orwel en 1984: desde esa
perspectiva, no hay vacilación alguna en presentar de forma invertida la
reforma laboral como una “garantía de empleo”, la destitución
vergonzosa de Garzón como un “ejemplo del estado de derecho”, el recorte
(selectivo) como una “medida para preservar el estado de bienestar” o
el salvataje de entidades bancarias privadas como una “defensa del
interés general”. Que los portavoces de las clases dominantes insistan
en la limitación del derecho de huelga sin el más mínimo pudor
democrático forma parte de esta escalada autoritaria requerida para
alterar la anatomía de una formación social capitalista habituada hasta
fechas relativamente recientes a un régimen de pequeños privilegios
(basado en la promesa de un acceso ilimitado al consumo). Que ese
régimen se haya sostenido históricamente por la transferencia del
malestar a los países periféricos, tal como la izquierda más lúcida
viene anticipando desde hace décadas, no niega el carácter ilusorio
de esa promesa. El endeudamiento crónico, el empobrecimiento extendido y
la metamorfosis de los mercados de trabajo (arrojando a millones de
personas al paro y sobreexplotando a tantos otros) hacen visible lo que
en una fase previa operaba de forma latente; a saber, que el modelo de
crecimiento capitalista estructuralmente presupone la desigualdad de
clases y, en última instancia, la pauperización de franjas sociales cada
vez más vastas.
En cualquier caso, el sesgo autoritario
de la derecha gobernante señala la debilidad de su poder hegemónico al
momento de legitimar unos cambios que ya vienen predeterminados por los
organismos de crédito internacional y sus portavoces comunitarios. El
salvataje de la burguesía financiera y empresarial tiene como
contrapartida la precarización no sólo del trabajo sino de las
condiciones de vida de las clases populares y medias españolas,
precedida por la marginación y discriminación laboral e institucional de
la población inmigrante y refugiada. La destrucción de múltiples
derechos económicos, sociales y culturales, las fuertes restricciones al
acceso a los servicios públicos y la tendencia a su privatización
(incluyendo la gestión de las pensiones, de la sanidad y de la educación
terciaria), son otras tantas consecuencias necesarias de un sistema
político cada vez más subordinado a los imperativos sistémicos. Que esa
metamorfosis salvaje de la “sociedad” se haga en nombre del “interés
público” no cambia las cosas. Como enfatiza Laclau, “la sociedad no
existe” en tanto presunto orden unificado. Lo que persiste, más bien, es
un tejido social escindido, en el que las clases dominantes han
iniciado una ofensiva global sin precedentes. No cabe descartar que
estemos llegando a un punto de no retorno, en el que la
destrucción del medioambiente y la pauperización de las mayorías
sociales se articula a la eliminación del considerado “excedente
humano”, no sólo a través de guerras a medida del complejo
industrial-militar trasnacional sino también a través de hambrunas
locales, perfectamente evitables con controles mínimos sobre el sistema
de especulación mundial.
Que ese punto de no retorno sea sistemáticamente desconocido por parte de los medios masivos de difusión,
esto es, que las políticas informativas hegemónicas no sean sino otra
forma de desinformación crónica, funcionales a un complejo
mediático-empresarial cada vez más concentrado, es otro signo de la
escalada autoritaria que aludíamos previamente. La crisis de legitimidad
sistémica se transforma en planificación del engaño. Al neoliberalismo
económico –lo sabemos al menos desde las dictaduras latinoamericanas de
los 70- siempre le sentó bien la “mano dura”. El autoritarismo político y
el neoconservadurismo cultural son sus mejores aliados. Que en España
esas tradiciones remiten a la perversa herencia franquista no parece
dejar mucho margen de duda, pero eso no es óbice para recordar que la
dinámica político-económica rebasa esa herencia histórica y compromete
al capitalismo en su fase actual, no sólo como modo de producción de
excedentes sino también como modo de destrucción planetaria.
Si lo que está en curso en una dimensión
económica es una vertiginosa concentración de la riqueza social, lo que
se hace manifiesto en el sistema político es, por usar la expresión de
Rancière, un auténtico «odio a la democracia». Además de una afrenta
radical contra las demandas de justicia, el nuevo (des)orden mundial ha
activado una gigantesca máquina de trituración de vidas humanas,
indiferente a cualquier regulación (o limitación) externa. Que esa
máquina tenga sus beneficiarios concretos no niega el estado de
descontrol en que se encuentra. Sus beneficiarios, en última instancia,
no son más que engranajes o enganches atrapados en su funcionamiento
maquínico.
En última instancia, ante esa dinámica, ni siquiera la derecha más totalitaria se propone clausurar toda
manifestación de disidencia. No podría conseguirlo aunque se
empecinara. La lógica del terror es demasiado onerosa y, en
consecuencia, está reservada para aquellos colectivos que el poder
económico-financiero soberano dictamina como no “integrables” por otros
medios. Cuando no alcanzan los golpes de mercado, se los
complementa con un uso controlado de la violencia policial. Im-poner el
miedo en los cuerpos, fijarlos a la cuadrícula de lo políticamente
previsible, en suma, taponar su energía revolucionaria, son algunas de
las tantas modalidades sistémicas de atemperar esa disidencia,
asimilándola como parte de la representación (teatral) del “juego
democrático” (reducido a la lógica de alternancia de las oligarquías
parlamentarias).
En las condiciones del presente, resulta
cada vez más plausible la tesis de que estamos viviendo en un umbral en
el que las fronteras entre “estado democrático” y “estado totalitario”
tienden a hacerse cada vez más difusas (lo que no significa que
coincidan plenamente). Hay motivos más que razonables para sospechar que
estamos internándonos en esa zona indiscernible donde “democracia” y
“totalitarismo”, “autogobierno” y “dictadura”, ya no forman alternativas
formales de una dicotomía política sino elementos de una conjunción
sistémica. Podría incluso argumentarse que no se trata en absoluto de
una conjunción sino de una fagocitación creciente del primer
término por el segundo. Lo que está en peligro, en ambos casos, es el
proyecto de una sociedad en el que la autonomía individual y colectiva
no sea una mera pantalla de una sociedad administrada.
Aunque este peligro no sea estrictamente novedoso, su intensificación presente en el contexto europeo quizás sea indicio de una ofensiva sin precedentes.
A la política del miedo que quieren institucionalizar, la réplica de la
izquierda radical no puede ser otra que la politización radical de las
actuales formas institucionales. Ante la reestructuración del
capitalismo nuestra apuesta debería ser la desestructuración de su
hegemonía, haciendo visible su violencia cotidiana. Desafiar el miedo,
en este punto, deviene práctica activa de la disidencia.